No sé cuando tomé café por primera vez; creo que coincidió con mi bachillerato. Recuerdo que cuando tenía un examen mi madre me lo preparaba hecho en la leche, como una crema, riquísimo, pasándolo luego por una manga-colador. El caso es que entonces, igual que hoy, el café me entonaba el cuerpo y me daba una cierta seguridad mental.
En el desayuno nos despierta, a media mañana fomenta la negociación y la información social y laboral; a media tarde consigue el reencuentro, el consuelo y la confidencia, y, de noche, busca centrarse en el amor.
Sí recuerdo que el café que tomábamos en casa y que molíamos con el molinillo manual y más tarde eléctrico, olía más allá de la puerta de entrada, y sugería un hogar acogedor, pues siempre reunía a grupos más o menos numerosos. Y es que el producto de los cafetales tiene la virtud de beneficiar tanto a uno mismo como al grupo que comparte unas tazas, en casa o en la calle.
Otra cosa es la sensación que tengo hace ya algunos años de que el café, sobre todo el molido que se vende, tiene cada vez menos calidad, (lo cierto es que desconfío de su composición), con un sabor más fuerte y menos definido.
Me preocupa el comercio mundial del café, por cuanto dependen de él infinidad de familias en los países productores y no tengo muy claro cual es la distribución de la renta que origina su comercialización. Es un elemento imprescindible en la mayoría de los hogares españoles, y está claro que para disfrutarlo hay que buscar sus variedades: Costa Rica, Kenya, Somalia, Brasil, Colombia, Guatemala…
Caliente, amargo, fuerte y espeso, palabras cuyas primeras letras definen lo que debe ser un buen café, algo que los hipotensos valoramos eternamente. Y que contribuye a que la cultura del café sea el deporte nacional privado y público.
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