En vista del panorama, hace tiempo que en casa decidimos comprar el café en grano (y a granel), mezclando a discreción varios tipos según origen, de modo que procedemos a molerlo cuando va a ser consumido en siete o quince días, y así se conserva mejor.
Sí es importante para la conservación del aroma, guardar el tarro, con el café molido o no, en el frigorífico en la parte más baja, por ejemplo en el verdulero. Con esa temperatura su aroma durará mucho más.
Ésta es nuestra fórmula al comprar café, sobre un kilo o proporción: 60% de Colombia, 20% de Brasil y 20% de libre elección. El café de Colombia es riquísimo pero demasiado suave y apenas tiñe la leche. El de Brasil le añade cuerpo y el último vendría a reforzar el aroma de nuestra mezcla.
Para mi segundo desayuno, ya en la calle, los bares que frecuento tienen ya aprendida mi fórmula: en taza, poco café, mucha leche y nada de azúcar, ni sacarina tampoco. Lo cierto es que una vez que lo explico, son bastante atentos a mis deseos, y me sirven el café como me gusta. Todo esto ocurre a las 9,30 aproximadamente, en que salgo corriendo desesperadamente de la oficina (mi reino por un café, o sucedáneo incluso), y cuando vuelvo ya soy otra persona.
Siempre digo que en lo referente a Andalucía (no tengo información de otros sitios), es en Málaga donde cada proporción de café tiene un nombre. Recuerdo que cuando viajaba a esta capital, pedía un sombra y ése era mi café. En resumen, muchas pamplinas para cafetear, pero mi estómago lo agradece y mis nervios también.
4 comentarios:
Me encanta el aroma del cafe. La mousse de cafe, el tiramisu, los caramelos cremosos de cafe... Pero soy incapaz de tomarme un cafe.
Si, soy asi de rarita, pero no me cabe por la garganta. Y mira que lo he intentado, eh, porque ya te digo que me gusta el sabor en cosas de comer. Pero no me gusta el sabor del cafe ni el mocha, ni macciato, ni americano, mucho menos expresso,ni capuccino, nada, nada, nada.
A mí me pasa más o menos lo mismo, y me encanta el olor del café en el trabajo por la mañana, pero no lo bebo porque no me entusiasma, únicamente cuando no hay más remedio, con muy poco café y mucho azúcar, o con mucha leche condensada. Y descafeinado porque me pongo nerviosísima.
El café tiene una cosa curiosísima, da igual que sea mentira:
Es, creo haber oído, junto a otra cosa que no recuerdo, imposible de sintetizar en laboratorio. El rigor, por encima de todo.
Su aroma es envolvente y enigmático, aunque tiene detractores en igual número (lo que significa que el número de habitantes es siempre par) que defensores.
Estimula la fibra cardíaca, aunque hay bebedores compulsivos que obtienen el aparente subidón debido al azúcar que añaden en cada tacita.
Es infinito el abanico de vivencias alrededor de esta bebida:
Si dulce, si amargo, si frío, si solo... Cada sorbo, distinto.
Piscina de galletas que se ablandan, o transfusión para magdalenas secas de afectos que huyen preñadas de líquido.
Final de comidas que se organizan mejor en el estómago cuando llega ese último trago, aplacador de atracones.
Despertador por lo que conforta.
Ahora bien, provocador de multiguiños, respuestas airadas, dolores de cabeza, se hace imprescindible y te crea la adicción, porque no soporta tu abandono.
No pierde con licor alguno comparación para la reunión y el rato de lectura del periódico.
Y su olor, como decía, una llamada imposible de ignorar.
Finalmente, aunque mi compañera de trabajo toma un refresco, el vigilante un té, la subdirectora agua y yo un zumo de naranja, todos decimos lo mismo a la hora del desayuno, esquivando clientes:
-Salgo a tomar café. Vuelvo en breves instantes.
Creo que esta descripción complementa lo dicho sobre el café, y era totalmente necesaria. Gracias.
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