Sevilla, 30 de diciembre, 8,30 de la noche. Calle Sierpes a tope, un cuarto de hora para cruzarla, por tantos madres y padres con carrito, tantos niños con globos y tanto turista suelto. Hoy no llueve, y a las 9, hora de la cerveza y la tapa, todos los bares con sus barras, mesas y sillas están a tope. Aquí no hay quien se tome una cerveza.
No tengo cena preparada, hoy me rebelo, es vísperas de fin de año. Seguimos recorriendo el centro sevillano: barrio de Santa Cruz, calle Mateos Gago y nada, no hay donde sentarse; en la Puerta de la Carne tampoco; Nuestra última esperanza, la barra de La Judería, pero también está cerrada. ¡Socorroooooo!
Entramos por fin en un bar tipo franquicia. La cerveza está fresquita, pero pedimos croquetas y, son precocinadas, y el pan con jamón es supergrasiento, y para colmo hay un grupo de niñatos con los típicos y molestos “cantos regionales” protocolarios de la borrachera del botellón. Total, que estábamos deseando terminar cerveza, tapas y marcharnos.
Resignados a llegar a casa, tomar el preceptivo yogur desnatado, poner la lavadora y recoger la ropa tendida, se cruza en nuestro camino la “tasca” del barrio, fundada en 1935 y sin haberla inaugurado nosotros, a pesar de sus recientes obras de mejoras en suelo y paredes. Y fuimos a por su cerveza sin prejuicios.
Carteles rancios de toros, fotos de cantaores y una botella histórica de sifón color verde aún en uso, junto a un camarero feísimo pero rápido y profesional como pocos, -él solo puede con más de 20 clientes- conforman un ambiente clásico de barrio, amistoso, selecto y único para disfrutar de la espuma de la Cruzcampo sin más aspiraciones. Pero ésa es la grandeza de una tasca cualquiera: su sencillez.
Las dos cervezas con vaso tuneado incorporan un plato de atractivos cacahuetes. Y todo ello nos sienta de maravilla. Mi marido y yo somos hoy dos clientes más del local, y nos sentimos tan felices como todos ellos. Un euro la cerveza y un euro el vaso de tinto. Todos hablan alto pero no molestan como los niñatos del bar anterior, porque su tono de alegría es históricamente normal y porque nadie tiene interés en emborracharse.
Tras la indignación por el retraso en encontrar donde tapear y por la mala calidad del bar-franquicia anterior, junto a la barra de esta tasca encontramos una razón para sentirnos a gusto junto al resto de la clientela, como si todos fuésemos uno. La felicidad efímera por un euro.
Al entrar en un bar o restaurante, uno no sabe lo que le espera. Pero en lugares como Casa Coronado, lo tenemos muy claro: irte a casa más contento que unas pascuas, nunca mejor dicho. Porque ofrecen lo que anuncian, sin engañar; lo demás hay que buscarlo en otro sitio. Las tascas son un servicio público.