Érase una vez, unos alimentos buenos, cada uno de su padre y de su madre, pero que consumidos con moderación cuidaban de la salud del hombre. Todos eran naturales, no mentían, conservaban sus propios sabores y no alteraban su interior. Pero entonces a alguien con malas intenciones se le ocurrió jugar con las grasas, fabricar en cantidades industriales en detrimento de la calidad, sustituir sus componentes para experimentar procesos de producción, y vender platos preparados con la excusa de ahorrar tiempo al consumidor. Todo eso para obtener más beneficios en países con abundancia de alimentos. Y ya nada volvió a ser igual. Llegó la contaminación alimenticia o, lo que es lo mismo, el golferío gastronómico.
Como consecuencia de esto, quienes se preocupan por su salud alimentaria, tienen que “buscarse la vida”, siguiendo la pista a posibles teorías honradas, contrastando informaciones, y fijándose una línea de actuación a modo de principios en el modo de comer. No puede uno dejarse llevar por lo que se nos ofrece, hay que ser selectivamente pijo, a pesar de la influencia social hecha a base de marketing sobre los productos alimenticios.
Están consiguiendo – por ejemplo- que el consumidor –sobre todo los niños- se enganche a los sabores artificiales de los alimentos precocinados y desprecien el tiempo empleado en preparar la comida como Dios manda. Cultura del mínimo esfuerzo, que se llama, y que se está extendiendo peligrosamente por doquier. Como en todos los cuentos, siempre hay buenos y malos. A ver si este cuento alimentario acaba bien. ¿Quién saldrá ganando? La especulación y el negocio ganan a la responsabilidad social, pero también la dejadez y la falta de empeño minan el trabajo bien hecho y la entrega del que lo realiza. Malos tiempos para los que van por derecho.
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