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lunes, 30 de agosto de 2010

Cuarenta rehenes gaditanos

El 2 de julio de 1596 por la zona de El Puntal, Robert Devereux, segundo conde de Essex (militar y valido de la Reina de Inglaterra), al mando de una flota angloholandesa, desembarca, toma, asalta e incendia la ciudad de Cádiz. El entonces corregidor, Antonio Girón, y parte de sus defensores, se refugian en la vieja Villa medieval y en su Castillo. Estos acontecimientos se conocen a través de dos principales fuentes: el franciscano del siglo XVI Pedro de Abreu (versión española, cuyo libro fue censurado en su época debido a sus críticas) y por los textos de William Slyngsby, estudiados por José Antonio Calderón Quijano (a quien tuve la suerte de conocer y tratar en Sevilla), por la parte inglesa.

El asalto y saqueo se consuma sin oponer resistencia, pues la ciudad no tenía defensas ni ejército propio, si bien no era la primera vez que era atacada por mar, como ya ocurrió entre 1528-1534 por los hombres de Barbarroja, los franco turcos en 1543 y la constante amenaza inglesa, entre otros.


En 1596, la ciudad fue abandonada a su suerte. Los ingleses permanecieron en Cádiz 15 días, en los que, tras incendiar, robar y destruir, y de entre varias alternativas, se decide abandonar la plaza, cuya población estaba en torno a los 1.200 habitantes, si bien se estima que eran 3.000 sus defensores. La catedral, protegida por la reina Isabel de Inglaterra junto con el convento de Los Franciscanos, se utiliza para los funerales de los ingleses muertos durante el asalto, así como para otorgar honores. (Sir William Harvey fue armado caballero en ella). Tras el saqueo, Cádiz quedó prácticamente destruida, sembradas sus calles de cadáveres de hombres y animales. Sus mejores casas fueron quemadas. Como botín de guerra tomaron oro, plata, joyas, monedas, obras de arte, campanas, rejas y libros de bibliotecas. Desapareció el archivo del Cabildo gaditano, por lo que lo que hoy se conserva es posterior a 1596, sobreviviendo el Privilegio Rodado otorgado a Cádiz por los Reyes Católicos en 1493.

Al abandonar la ciudad, las tropas de Essex deciden llevarse cuarenta rehenes entre personas notables de la ciudad, con el objetivo de conseguir un rescate de 120.000 ducados para la corona inglesa. Entre los secuestrados estaban el corregidor, comerciantes y algunos nobles, algunos de ellos con sus esposas. Los rehenes permanecieron presos en Inglaterra hasta 1603. Varios de ellos fallecieron en el cautiverio sin que se pagara rescate alguno por ellos, y otros tuvieron la suerte de recibir el dinero de sus familiares. El rey español, Felipe II, no atendió las súplicas de ayuda de estos rehenes, y hubo algunos que escaparon milagrosamente de la horca. Solo veintiuno regresaron a Cádiz. Al principio de su cautiverio, fueron tratados con gran hospitalidad por parte del Conde de Essex, (alguno incluso sentado a su mesa, como huésped y amigo) pero al pasar el tiempo sin hacerse efectivo pago alguno por su libertad, el noble inglés los mandó recluir en la prisión de la Torre de Londres, con duras condiciones de vida.

He encontrado en wikipedia la reproducción de la carta enviada dos años después de ser hechos prisioneros, en 1598, por los rehenes gaditanos, solicitando ayuda al Cabildo (Ayuntamiento de Cádiz, donde hoy se conserva), en la que se quejan del modo en que son tratados en Inglaterra, con grave perjuicio para su salud e incluso a punto de perder sus vidas. Entre el grupo de rehenes iban algunas mujeres, una de ellas casi una niña, que inspiró a Cervantes su novela “La española inglesa”.

Ya en 1598 llega a Cádiz el ingeniero militar Cristóbal de Rojas, con el objetivo de acometer las obras de la fortificación global de la ciudad, entre las que se encuentra el castillo de Santa Catalina. En un reportaje del Diario de Cádiz sobre el saqueo, se proponía dar a una calle o plaza de la ciudad, el nombre de “cuarenta rehenes del asalto de 1596”, para no olvidar nunca a los que ofrecieron su libertad y algunos incluso sus vidas para evitar que Cádiz fuera totalmente arrasada.

Bibliografía: “Historia de la ciudad de Cádiz”, de Juan Antonio Fierro Cubiella, libro que recomiendo; Recorrido sentimental por la ciudad de Cádiz, de Belén Peralta y la página web www.andalucia.cc/rehenes, y el libro de Pedro de Abreu, de 1610, testigo de estos acontecimientos, felizmente rescatado por la wikipedia.

(Nota:creo que sería bueno leer y conocer a nuestros historiadores locales. Y desde luego, se merecerían más de un post).


viernes, 6 de agosto de 2010

Supervivientes

Ha pasado mucho tiempo, nos hemos ido rompiendo y quedamos pocos; pero, a pesar de algunas lascas en los bordes, seguimos siendo bellos. Por algo nuestro cristal es de la mejor calidad, así como el tallado de nuestras paredes. Todavía notamos la cara de admiración que pone Charo cada vez que nos coge en sus manos. Y es que hoy hemos tenido una sesión fotográfica. Luego me han pedido que escriba algunas palabras, como éstas, a mí, la jarra del juego de cristalería.

Éramos un gran equipo, una familia completa, de cinco edades o tamaños: agua, vino blanco, tinto, licor y cava, cinco usos o destinos distintos. Estuvimos mucho tiempo en el escaparate de una de las mejores tiendas de regalos del centro de la ciudad, hace muchos años, creo que alrededor de 60. Y fuimos regalo de una boda en los años 50, de Paco y Maruja y de Eloisa y José Luis a finales de los 30. En el primer caso, nos llevamos muchos años tras las vitrinas del mueble del salón, donde descansábamos entre fechas de onomásticas, bautizos y sobre todo navidad. Con nosotros se disfrutaba el buen vino y el licor.

Somos supervivientes, porque aquellos a los que servimos en nuestros momentos de gloria ya no están y sin embargo nosotros sí. Porque ahora, en esta segunda o tercera edad, esperamos con la misma ilusión volver a llenarnos de buen vino, o tal vez de cava, y que nos muevan en un brindis de ojos brillantes y sonrisa sincera, porque para eso fuimos fabricados. Porque amamos la vida como todo el mundo.

Ahora, desde nuestra nueva vitrina vemos adelantos impensables allá por los 50 y cambios en el modo de vestir de la gente, incluso hay una máquina llamada lavavajillas que nos deja como nuevos. Y sobre todo, queremos decir que nos encanta mezclarnos con los vasos jóvenes de cristales poco nobles, dignos de otra clase social, porque la juventud también es un grado. Podríamos contar muchas historias de amor, amistad, tristeza, alegrías y ausencias. Y solo deseamos estar en momentos y personas que valoren la felicidad. Para ser feliz, lo primero es saber adaptarse a los tiempos… ¡va por todos vosotros, amables lectores del blog!.

martes, 25 de mayo de 2010

Historias cercanas del castillo de San Sebastián

La infancia de mi madre –de apellido Fedriani- y de sus once hermanos estuvo ligada inevitablemente a los faros. Ejercieron la profesión de torreros –luego llamados Técnicos Mecánicos de Señales- mi bisabuelo materno, José Domingo, mi abuelo Francisco Fedriani, su hermano Eugenio y su cuñado Manuel Fuentes (en el faro de Roquetas de Mar).

Paco Fedriani Garbarino, mi abuelo materno, nació en noviembre de 1881. Sabemos que estudió hasta cuarto curso de la carrera de Medicina. Los doce hijos que tuvo de sus dos matrimonios, le llevaron a desempeñar no solo el trabajo de farero –funcionario de Obras Públicas- sino también los oficios de Cartero Mayor y de maestro suplente de primaria.
Mi abuelo Paco vivió la proclamación de la República en el Faro de Isla Verde (1931-1934), fue destinado en 1935 al faro de Trafalgar, vivió junto al Peñón la Segunda Guerra Mundial en el Faro de Punta Carnero, y se jubiló en el Faro de San Sebastián de Cádiz, a finales de los años cuarenta. Cada una de estas etapas podría dar para un libro. Mi madre contaba que su padre se veía obligado a cambiar de ocupación debido a la artrosis de sus piernas, que la humedad de los faros empeoraba.

Mi tío Lucas, el menor de los varones, recuerda “con nostalgia su primera juventud”, -tendría unos 15-18 años en la década de los 40-, en las que tenía que visitar el Faro de San Sebastián, al menos dos veces diarias”, pues ayudaba a mi abuelo en la tarea del encendido. El abuelo era uno de los dos Técnicos que atendía el faro. Dice también que "los días de temporal y de grandes mareas, el pasar el camino hacia el Castillo suponía un gran esfuerzo físico, que era premiado con una total mojadura, y obligaba al cambio total de ropa al llegar al Faro, permaneciendo ya toda la noche solo, pues era imposible el acceso al castillo en aquellas circunstancias adversas".

La Cámara de Servicio, situada en la parte superior de la torre, e inmediatamente inferior a la Linterna, dada la estructura metálica de la Torre, se mecía fuertemente en los temporales y era impresionante cuando los rayos eran captados por la veleta del Faro y cuando por las ventanas se veía tan gran superficie de mar iluminado con tonos cárdenos o violáceos, pero siempre impresionante en su grandiosidad.

Escribe Lucas que “algunas noches, saliéndome por fuera de la Linterna y apoyado en la sucinta barandilla exterior, disfrutaba de los olores de las pozas caleteras en las bajamares de los grandes aguajes, repletas de mariscos en su oferta habitual y gratuita a su Cádiz querido. Luego, el gozoso amanecer sonrosado, nos mostraba cada día la bella silueta de Cádiz, con sus catedrales y torres miradores, confirmando que nuestra jornada laboral, por esa noche había terminado”.

No conocí a mi abuelo, murió antes de que mis padres se casaran. Sin embargo, es para mí y para todos sus descendientes, una figura mítica, carismática, excepcional. Ejerció siempre de patriarca indiscutible en la familia, fue protector y tutor de sobrinos huérfanos, fue un excelente consejero familiar y un hombre de ideas valientes y frases categóricas. Supo ejercer su autoridad moral incluso con el clero –algo impensable en la época- y durante la guerra civil defendió con sangre fría a su familia. Mis primos conservan su bastón y su sombrero y yo su devocionario. Fue siempre un señor y siempre fue pobre, pero nunca pisotearon su dignidad. Me hubiera gustado redactar este post en primera persona, pero no he sido capaz, siento demasiado respeto por él. Por tí, abuelo Paco.

viernes, 30 de abril de 2010

El primer supermercado en Cádiz, año 1959

Abierta la primera gran tienda de comestibles. El Comisario General de Abastecimientos inauguró el pasado día 9 de noviembre el primer supermercado de la ciudad. Se trata de una gran tienda de comestibles y otros productos, entre los que se encuentra todo lo que un ama de casa pueda apetecer.

El supermercado está instalado en unos bajos de la calle García de Sola, cedidos por el Ayuntamiento a la Comisaría de Abastecimientos.

La novedad, aparte del tamaño de la tienda, es que los productos se encuentran colocados en las diferentes estanterías, previamente envasados. Las amas de casa pueden examinar los artículos y llevarlos juntos hasta la salida, donde una señorita se encarga de cobrar. Los precios son ligeramente inferiores a los que habitualmente se encuentran en el mercado y la higiene y la limpieza están garantizadas”. Año 1959.




(Artículo aparecido en la publicación Diario de Cádiz, Un siglo en papel 1901-2000)

martes, 13 de abril de 2010

Incunables

Este juego de fuente y platos –de los que falta uno- me los regaló mi tía Adela. Dice que a ella se lo obsequió -siendo joven- una anciana octogenaria vecina suya, y que procedía de su ajuar de bodas. Se trata de un bello conjunto, como adorno por supuesto o para utilizar como panera o fruteros. porque su superficie está calada. Pueden tener tal vez unos ciento treinta años…


Aquí va una licorera labrada que lleva un original tapón en forma de pájaro. Perteneció a los padres de mi marido no sé desde cuando, si con motivo de su boda o fue anteriormente. Pero es preciosa. Tiene sus seis vasitos a juego. Actualmente está llena de Pedro Jiménez, un vino muy adecuado a su estilo. Las licoreras evocan reuniones de tertulias relajadas y hoy se ven poco.

Y por último, hemos fotografiado  estos vasos serigrafiados con dibujos decimonónicos los rescató de la basura mi cuñado allá por la Costa del Sol. Al parecer procedían de unos ingleses que se mudaban de casa, y que los dejaron perfectamente embalados y colocados en sus cajas, tal vez sin estrenar aún; el caso es que no pudo resistir la tentación de cogerlos, y luego me los dió a mí.. Eran cuatro y ya se han roto dos. No creo que tengan muchos años, pero me encantan. Los utilizo para el zumo de naranja del desayuno.

A veces me pueden. Me enamoro de ellos fácilmente. Los observo, los vuelvo a mirar y parece que me están contando cosas; su pasado, su vida social, sus disgustos junto a los dueños que los utilizaron, luces y sombras de la vida humana, pobrezas y riquezas económicas y espirituales. Con nosotros vuelven a tener otra vida, una oportunidad de segunda vida, o tercera, en la que sus vibraciones se reactivan y vuelven a hablarnos. Ya no son piezas de museo, ahora intervienen en los movimientos culinarios, tan vinculados a las personas. Los admiro, los valoro, les pregunto cosas, les doy conversación. Aunque es cierto que no les pregunté si deseaban reciclarse o pasar directamente a la jubilación. Tendré que negociar con ellos.

Un simple fregado les ha devuelto la pureza de otro tiempo. Y aquí están de nuevo, aportando glamour a nuestro ajuar moderno y funcional de finales del siglo XX y principio del XXI, sirviendo de puente entre dos o quizás tres generaciones. Ya son únicos, como también las personas lo son y lo fueron y lo serán.


Un bordado antiguo, un vaso, un plato, una licorera se vuelven mágicos a nuestra vista. Tal vez por valorar que presenciaron una época de la que ya no tenemos información, porque no queda nadie vivo. Para eso están, para ser testigos de otro modo de vida y otra forma de pensar. Al contemplarlos estoy conversando con ellos y conversando conmigo misma. Por eso les sigo interrogando. Por eso me pueden.

lunes, 29 de marzo de 2010

Las cocinas de Casa Fragela

Se cumplen ahora dos años desde la rehabilitación y apertura como residencia de mayores y unidad de estancia diurna de la conocida como Casa de las Viudas, situada en Cádiz en la Plaza Fragela frente al Teatro Falla y junto a la Facultad de Medicina. Se trata de un edificio fundado en 1756 por el comerciante Juan Clat Fragela, destinado entonces a la acogida de huérfanas y viudas sin recursos y nacidas en Cádiz, bajo el nombre de Casa de Piedad de San Juan y San Pablo.

Según la wikipedia, “el edificio tiene las características arquitectónicas del barroco gaditano y es de líneas sencillas con dos plantas organizadas alrededor de un patio con cuatro crujías. La planta del patio presenta arcos rebajados por columnas toscanas y pilares ochavados de mármol. En el piso superior hay un pequeño oratorio con planta de cruz latina y una nave, cuyo presbiterio es presidido por un retablo neoclásico. La nave acoge interesantes pinturas barrocas del siglo XVII, así como una tabla de tradición bizantina del siglo XVI y una colección de cobres barrocos con escenas de la vida de Cristo”.

Fragela, rico comerciante de indias nacido en Damasco en 1656, vivió en Cádiz desde el año 1683, hasta su muerte a los 102 años, tal como demuestra el registro existente en la época de todos los comerciantes extranjeros afincados en Cádiz. No tuvo hijos y en su testamento dispuso que el edificio, además del uso establecido de “Casa Pía de Pobres Viudas y Doncellas Huérfanas” solo podría destinarse a colegio de órdenes religiosas. Fue el patrono y el administrador perpetuo de la casa, rentas y socorro de las mujeres allí recogidas, que por cierto, para poder ingresar en la casa debían cumplir una serie de requisitos, como ser pobres, huérfanas o viudas, gaditanas, pero también llevar una vida piadosa, ser limpias y de buena reputación.

Al ingresar las mujeres en la institución, se sorteaban las habitaciones mediante el método de extracción de un papelito enrollado en una bellota, con el número de dormitorio y otro con el nombre de la mujer a quien se le adjudicaba. Según establecían los estatutos, esta operación la debía realizar una niña no mayor de 10 años, para garantizar la transparencia. Aún se conservan las ánforas que contenían las bellotas con los papelitos del sorteo y la cajita dónde se unían ambos.

La Casa Fragela tiene dos plantas, dispuestas alrededor de un bello patio cuadrado sobre columnas y pilastras de mármol. En él hay cuatro pozos con brocales de mármol, que en tiempos recogían el agua de la lluvia, pero que hoy destinan el agua a los inodoros. En los planos primitivos Fragela dispuso cuatro cocinas en cada planta, para dar servicio a las mujeres acogidas, es decir ocho cocinas en total en el edificio. Actualmente solo una se conserva en su estado original, pendiente de rehabilitación. Además, inicialmente, uno de los extremos de la planta baja se comunicaba con una tienda de ultramarinos regentada por un montañés, de la que se surtía de comestibles la Casa.

La fachada es de sillería y de piedra ostionera, con huecos cerrados con rejas. Igualmente la Casa Fragela cuenta con una hermosa capilla, cuyo estado de conservación ha hecho innecesaria rehabilitación alguna, y que luce todos sus primitivos enseres. Antes de su actual modernización, el edificio recibió algunas propuestas para ser convertido en hotel.

La Casa Fragela ha sido sometida a una excelente rehabilitación y actualización con los mejores adelantos en instalaciones, pero sin perder su estilo original ni sus elementos primitivos (escaleras, galerías, forjados, etc.) tanto externa como internamente. La Residencia Fragela está regentada por la Fundación que lleva su nombre, participada por el obispado, comunidad de franciscanos y Junta de Andalucía, con quien tiene firmado un convenio de colaboración, a modo de concierto permanente.

Juan Clat Fragela invirtió sus beneficios en construir otros edificios, como por ejemplo la famosa Casa de las Cuatro Torres”, situada en la plaza Argüelles, junto a la Plaza de España.

lunes, 22 de marzo de 2010

Gloria al Manolete gaditano


      MINI ODA AL PAN BUENO



Frente al mazacote,
Pan de miga entera,
Más que pan, cascote,
Llamado telera.

Blanco o tostaíto
Largo y redondete
Con picos, finito,
Surge el manolete.

Un pan alargado,
Gordito en el centro
De azúcar por dentro
Y aceite pringado.

Invierno o verano
Antes de jugar,
Manolete en mano
Para merendar.

Cádiz, patio y playa,
Tarde larga y noche:
La reunión con broche
De pan y caballa.

Celebramos vernos,
Recogemos conchas
Y manoletes tiernos
Envuelven las lonchas.

Desayuno o cena,
Olvida el mollete;
No vale la pena:
¡Viva el manolete!



                                                                        Gabriel Barrios

miércoles, 3 de febrero de 2010

En familia

En familia



Se nos han ido juntas cocinera y mucama
Hoy por eso cenamos todos en la cocina
Me he quedado mirado cómo baila la llama
Del fogón, que de a ratos la pared ilumina



La grasa del asado por momentos se inflama
Y un sabor exquisito nuestro olfato adivina
Afuera, un viento helado con tanta furia brama
Que amenaza al molino de la casa vecina.



Cuando se tiene el alma sin un remordimiento
Y el pan que está en la mesa se ganó honradamente
Y nada enturbia el curso de nuestro pensamiento
Y estamos con los propios en cariñoso ambiente
¡Qué puede preocuparnos que afuera ruja el viento,
Ni el brillo de otras mesas, ni el lujo de otra gente!



Eduardo Fedriani (padre de María Nélida)
(Poesías de antes-María Nélida Fedriani-editado en Buenos Aires, año 2002)


martes, 26 de enero de 2010

Ayer y hoy del Colegio de la Compañía de María

Entre 1810 y 1812 sirvió a la España invadida por Napoleón convirtiéndose en sede del Consejo de la Regencia. El edificio, construido en 1760, mantiene aún su estructura barroca básica. El pasado lunes 25 de enero abrió sus puertas tras una reciente restauración, que incluía fachada, dependencias anejas con recreación y el retablo de la capilla, realizada con motivo de la celebración del Bicentenario de la Constitución de 1812. De este modo, el Colegio de la Compañía de María de San Fernando (Cádiz) se convertirá en un espacio museístico más dentro de la llamada “Ruta de las Cortes”, pues su interior alberga valiosa información sobre una época crucial en la historia de España. Espero poder visitar pronto este lugar. (Foto de la Voz Digital)


Pero el Colegio de la Compañía de María tiene alguna que otra vinculación con nosotros. Las hermanas de mi padre fueron alumnas en ese colegio en los años previos a la guerra. Recordaban que en el centro existían incluso pistas de tenis y un amplio huerto que cuidaban las monjas, entonces de clausura. También –en otra generación- estudiaron algunas de mis primas, que al ingresar debían aportar –entre otras cosas- su propio cubierto de plata.


Pero el recuerdo se hace entrañable y hasta místico, cuando evoco que allí estuvo como monja de clausura una tía de mi padre, llamada María Ángeles Pedrejón, que calculo nacería allá por 1893. Contaban que había ingresado en el convento con 18 años, tras enfermar gravemente de viruela, tanto que temían por su vida; y sobrevivió aunque su cara quedó inevitablemente marcada por la enfermedad, cuando empezaba a presumir. Decidió hacerse monja, aunque no tuvo dote alguno que aportar. Allí estuvo hasta que murió –en los años 70, y creo que fue la última que se enterró en la cripta del convento.


Recuerdo cómo una vez al año íbamos a visitarla al convento. Cogíamos el tranvía a San Fernando, que daba la impresión de caminar sobre el agua, entre la bahía y la playa. También divisábamos desde la ventanilla los esteros de las salinas, que resplandecían blancos de sal. Ya en el convento, se anunciaba nuestra visita, y al poco ella entraba en una salita o terraza preparada al efecto, con dos sillitas de enea y macetas alrededor. La tía María siempre tenía un regalo para mí: una pelotita de goma, algún muñequito de trapo… pero aún conservo un zapatito de plástico hecho y pintado por ella, preparado para colocar agujas y alfileres. Nuestra tía siempre estaba contenta, sonriente, y era de un natural bondadoso. También guardo su rosario y algunas cartas manuscritas.


Tras esta aportación familiar a la memoria del Colegio de la Compañía de María, cargado de arte e historia y hoy declarado edificio constitucional, animo a visitar la ciudad de San Fernando en este su año del Bicentenario, pues tiene mucho que ofrecer a los visitantes. La ciudad era una de las tres islas que constituían Gadir o Gades, para fenicios y romanos respectivamente, bajo el nombre de Antípollis. Y hay que recordar que hasta 1729, en tiempos de Felipe V, era un barrio más de Cádiz, nombrándose entonces su primer ayuntamiento, y que en 1766 pasó a llamarse Villa de la Real Isla de León. La llegada de los Borbones en el Siglo XVIII trajo a la ciudad una gran época de esplendor. La hora oficial del país se fija en su Real Instituto y Observatorio de la Armada.


La tía María Ángeles fue para nuestra familia un ejemplo de vida atípica, en un colegio emblemático dedicado a las jóvenes de la alta sociedad. Pero a nosotros nos dejó un ejemplo de bondad, humildad, respeto y dignidad en su vida dentro de la comunidad del convento de clausura, a pesar de su condición de pobreza. Según mi padre, el día de su muerte olía a rosas junto a su tumba. El zapatito que me regaló ha sobrevivido a los años (más de cuarenta) y continúa en mi costurero conteniendo agujas y alfileres.


Más información: la Voz Digital y Diario de Cádiz
 
Vídeo institucional Bicentenario San Fernando

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cocina de valores eternos

Noviembre pasa rápidamente pero no puede engañarnos, es el mes de los difuntos. Y cada año cumplimos con el rito de visitar la tumba de nuestros padres, fallecidos a una edad madura, sin llegar a la ancianidad. Sí, este blog es de cocina, por eso quiero recordarles también por lo mucho que nos transmitieron sobre valores en la cocina.

Mi padre tenía la costumbre de llegar al trabajo una hora antes del horario oficial; decía que así se organizaba mejor. Fue gran cumplidor de sus tareas, llevándolas además con gran optimismo y vitalidad, que solo la enfermedad consiguió quitarle. Pero antes de dirigirse al trabajo mi padre nos preparaba los desayunos. Éramos cuatro y ninguno tomaba lo mismo: leche sola, leche manchada con café, cola-cao ó zumo de naranja. Todas esas comandas distintas preparaba papá, colocando cuidadosamente esos vasos sobre una bandeja, que hacía llegar a cada cama. También recuerdo sus broncas cariñosas cuando nos resistíamos a despertar. Nos recordaba –con sus malas pulgas acostumbradas que solo escondían entrega a su familia- que había que tomarse el desayuno rápido, que tenía que irse a trabajar. Pero nunca nos falló, nunca dejó de traernos el desayuno a la carta. ¡ay! También recuerdo las luces intermitentes del árbol de navidad en el salón en pleno invierno, alumbrando el camino con la bandeja. Papá era demasiado.

Y mamá, de un carácter más introvertido, a quien nunca le gustó estar en la cocina, siempre terminó con nota sus platos. Decía que esas cosas, aunque no nos gustaran, teníamos que hacerlas con cariño, como hacer las camas o preparar un guiso. Nunca olvidaré esas palabras. A veces nuestros padres tienen un momento de lucidez, de quietud espiritual, y olvidan las broncas minoristas y efímeras, las desilusiones, los juicios subjetivos sobre nosotros, y entonces, sacan una frase, una sentencia eterna, una opinión totalmente genial, digna de convertirse en cita de un libro, o de titular de un manifiesto: comer caliente, guiso hecho con cariño, siempre el fuego medio, nunca mucho ni poco, los ingredientes frescos, respetar las horas de las comidas, el vaso de leche antes de acostarse, hacer la compra con fundamento, poner la mesa con esmero... Sus dichos y sus consejos me acompañan en la cocina, a modo de escuela de base, de eterna referencia filosófica en el trabajo de cocinar para mi familia, aunque ella no vivió para probar ninguno de mis platos. Mamá siempre bordó las frases.

Y es que mi padre puso el producto y mi madre el libro de instrucciones.

Noviembre pasa demasiado rápido; y estos recuerdos quedaron detrás de una lápida, silenciados para siempre en apariencia, porque es cierto que las oigo cada día. Pero en noviembre sobre todo, a los dos se les recuerda con nombre y apellidos, y con mi tema favorito, Gymnopédie, de Eric Satie.
“Siempre habrá algo tras la muerte
La vida sigue lisa, unida
Y aun sin contar con otra vida
La vida en la vida revierte”

Gerardo Diego (de su libro Cementerio Civil);

martes, 3 de noviembre de 2009

El mercado de Cádiz, patrimonio sentimental

No solo hemos recuperado y modernizado el más popular de nuestros edificios emblemáticos sino que además hemos conservado Los recuerdos de tantas vivencias ocurridas en él desde su construcción. La plaza siempre estuvo unida a la vida de los gaditanos; en ella vibraron penas, alegrías, estrecheces, deudas, fidelidades y tal vez soledades. Hoy volverá a estar más viva que nunca.

Este tanguillo interpretado en 1905 por el coro de Los Anticuarios (corregidme si me equivoco) canta a una anterior remodelación del mercado.

"A la Plaza de Abastos de esta gran población/ Piensa el ayuntamiento hacerle una renovación./ Van a hacer una montera de cristales de colores/, Un terno de raso verde a todos los vendedores/. Al suelo ponerle alfombras y a cada sacador/ Un sombrero de tres picos, su levita y su bastón./ A los carniceros y recoveros van a vestirlos de terciopelo/ Y a los que ponen los baratillos los vestirán de carne membrillo. /A los que frien los churros para que estén elegantes/ Calzones cortos de seda, sombrero de copa y guantes./ Y al cobrador de la renta le pondremos un pararrayos/ Y unos zapatos de orillo porque le duelen mucho los callos".





viernes, 23 de octubre de 2009

Mi primera máquina de escribir

Tenía yo unos once años cuando los Reyes Magos me pusieron esta máquina de escribir, el modelo: PLUMA 22; fue una de las primeras portátiles que salieron al mercado en España. Era ligera, coqueta y eficaz, y por supuesto mi padre la fue pagando a plazos. Olivetti era nuestra referencia.

Yo por entonces cursaba 2º de bachillerato técnico, un plan de estudios desaparecido como tantas otras cosas buenas, con sus ciclos elemental (cinco años) y superior (dos), y sus respectivos exámenes de reválida. Siete cursos en total –uno más que el plan general- pero que permitían evitar el llamado COU. En su lugar, la prueba llamada “de madurez”, parecida a la selectividad de hoy, proporcionaba el ingreso en la Universidad.

Cuando me llegó esta máquina PLUMA-22, yo ya llevaba practicando mecanografía desde primero de bachiller –era una niña, tenía diez años-, y ella se convirtió en la reina de la casa. En ella escribíamos todos: mi padre con dos dedos, como en la oficina del cuartel cuando hizo la “mili”, mi madre aprovechaba para practicar y recordar sus años de mecanógrafa que había sido, y mis hermanos, entonces pequeños, intentaban encontrar las letras en ella con gran empeño. Sus teclas guardan aún las huellas de todos ellos.

Mi PLUMA 22 era todo un símbolo de las aspiraciones de una época en la que se exigía y se presionaba para empezar a trabajar joven, para ayudar a casa, para vivir mejor. Fue cuando el mensaje social asumido era que las cosas se conseguían a base de esfuerzo, de mucho trabajo, y sin embargo de ilusión.

Con el tiempo conocí otras máquinas manuales, pero enseguida llegaron las electrónicas de IBM con esfera y distinto tipo de letra; más tarde arribaron las electrónicas, con display para ver los textos; y finalizando la década de los ochenta, llegó el ordenador y los tratamientos de textos. Con todos ellos he trabajado.

Hoy va este homenaje a mi primitiva máquina de escribir, que dejé un tanto olvidada en casa de mis padres cuando me independicé, pero que mi hermano recogió amorosamente y reparó, hasta que en un honroso gesto me la devolvió. Ahora convivo con mi ordenador portátil, pero la PLUMA-22 sigue a mi lado, como mi primer testigo de superación laboral y social.

domingo, 18 de octubre de 2009

Reliquias infantiles de cocina

Recuperé entre los viejos chismes de la cocina onubense de mi marido algunos objetos. Concretamente este juego de huevera, servilletero y cucharilla, todo ello para niños. Tenerlos entre mis manos me pareció un privilegio por su significado y por el cariño que llevaban dentro.

Pero al mismo tiempo me di cuenta de que ya no se habla de los famosos huevos pasados por agua, aquellos que nos preparaban en la niñez. Yo recuerdo que solía hacérselos a mi hijo para la cena, siempre en número limitado por el pediatra. También recuerdo que la señora del puesto de frutas y verduras donde yo compraba entonces, me solía traer del campo unos huevos frescos y naturales, que a menudo contenían dos yemas. Está claro que siempre ofrecemos a nuestros hijos lo mejor.

En cuanto al tiempo de cocción para preparar un huevo pasado por agua, antes se decía que una vez comenzada la ebullición del agua, se rezaba un padrenuestro y ése era el tiempo justo; entonces no había relojes de cocina. Creo que eso depende también del lugar geográfico en dónde se haga –según he leído-. Pero está claro que el huevo pasado por agua debe llevar su punto de jugosidad, además de ser consumido enseguida.. Una vez rota la cáscara y descubierto el interior, el pan migado sobre él lo convierte en todo un placer. Esta copita para el huevo aporta la utilidad y el encanto necesarios para degustar esta riquísima receta de andar por casa.

Aquí va también un biberón de agua de mi hijo, algo más pequeño que los de leche, y que tantas y tantas veces preparé para él, cuidando de no equivocarme con las medidas, a pesar de que a veces me caía de sueño. El primero lo pedía a eso de las seis de la mañana, después de noches en blanco y con toses persistentes. Esto le sonará a muchas madres y también a algunos padres.

Y por último, esta pequeña talega, ya descolorida por el paso del tiempo y los lavados, ha llevado durante muchas tardes el bocadillo de queso, el plátano y la naranja mandarina con que mi hijo reponía fuerzas en el colegio. Abrirla y oler su interior daba gusto. Creo que esta taleguita debería estar en las mochilas de todos nuestros niños, en lugar de tanta puñetera consola y tanto pegajoso móvil; ellos, por vivir en este país pueden comer bien. Hoy para mí estos objetos son solo reliquias y me encanta enseñarlos.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Los Fedriani en el buque Libertad

El pasado 31 de agosto regresó al puerto de Buenos Aires el buque Escuela “ARA Libertad”, de la armada argentina, tras finalizar un crucero más de instrucción. Esta fragata tiene para nuestra familia un especial significado, porque en el verano de 2002 nos devolvió una visita hecha ciento doce años atrás.

Fue el 20 de mayo del año 1890 cuando la gaditana Irene Macías del Castillo, casada en 1885 con Eduardo Fedriani Gallardo (bisnieto de Carmen Toscano Cavana), arribó al puerto de Buenos Aires procedente de Cádiz, con su marido y sus cuatro hijos. Tenía 24 años, y buscaba una vida y un trabajo mejor para su esposo, de profesión contable. Y así fue, Eduardo encontró rápidamente trabajo como para vivir desahogadamente. Sus descendientes llegaron a la alta dirección de la cúpula financiera argentina. Además, allí le nacieron otros tres hijos. La copia del certificado de inmigración de Irene, me llegó por correo hace algunos años. En mi familia no teníamos idea de la marcha de estos antepasados a América, por otro lado cosa muy frecuente en aquellos tiempos en los que España se sumía en una decadencia económica y social.

En la primavera del año 2001, a varios primos míos y a una servidora se nos ocurrió organizar una reunión familiar lo más amplia posible, localizando a todo aquel pariente de nuestra gran familia, llevara todavía o no el apellido Fedriani. Y con tal motivo, conseguimos sacar en julio de 2001 una página en Diario de Sevilla avisando del encuentro familiar previsto para el mes de octubre. Este diario llegó a Argentina, y desde allí contactaron con nosotros. Ya contaré en otra ocasión los apasionantes detalles de esta reunión que juntó a casi 300 Fedriani en Cádiz.

Por diferentes motivos, no pudieron estar los Fedriani argentinos en aquel gran encuentro del apellido, que se celebró un mes después de los atentados del 11-S. Pero al año siguiente, el buque escuela Libertad tenía previsto visitar el puerto de Cádiz como única escala en España, en lo que fue su 36º crucero de instrucción. En la travesía desde un puerto holandés al gaditano se unió una de nuestras parientas argentinas, Saralía, descendiente de Eduardo e Irene. El comandante, el capitán de navío Jorge Rolando Borgallo nos comentaba poco después de llegar a Cádiz que se sentía como en casa. Aquel año el país argentino tenía serias dificultades económicas y financieras.

Seis días permaneció el barco en el muelle gaditano, durante los cuales recibió miles de visitantes. Pero sus mandos tuvieron la amabilidad de concedernos una visita privada para la familia Fedriani. En ella, nos regalaron un vistoso volumen sobre el Libertad, dedicado por el comandante, que yo gustosamente recogí. Nuestra familia a su vez les entregó una placa que rezaba “Al buque Libertad, que cruzando el mar propició después de un siglo el abrazo de la familia Fedriani de Argentina y España. Cádiz 2002". Aquella placa viaja desde entonces en las paredes del buque Libertad por todos los mares del mundo.

Recuerdo que compartimos algunos momentos con el comandante Borgallo y su esposa, donde nos ofrecieron un vino tinto riquísimo, unas empanadas de hojaldre y carne hechas con especial finura y unos langostinos que servían ya pelados. Nosotros les obsequiamos con el Moscatel Gloria de Bodegas Sanatorio, y ellos confesaron estar enamorados de uno de nuestros productos más clásicos, humildes y entrañables: las tortas de Inés Rosales. Mi marido y yo les contamos cosillas de Cádiz, como la costumbre de los galeones que salían para las Indias de dar salvas de honor (cañonazos) a su paso por la bahía frente a la iglesia del Carmen.
Al mediodía del viernes 13 de septiembre de 2002, zarpó el buque escuela Libertad, mientras desde su interior sonaban antiguos tanguillos de Cádiz. Nosotros lo contemplábamos desde el muelle con emoción, y esa música viñera me puso el vello de punta, porque sabía a cariño de Argentina por Cádiz. Aquel día, todavía nosotros de vacaciones de verano, seguimos el recorrido del barco desde lejos con sus espléndidas velas desplegadas. Pero la emoción nos pudo, cuando escuchamos los cañonazos de salvas del Libertad –siete en total- al pasar frente a la iglesia del Carmen, como aquellos antiguos galeones. Nos consta que para estos cañonazos de saludo, el comandante tuvo que avisar a las autoridades militares de la bahía y de Rota. Pero el detalle pasó desapercibido a los medios de comunicación. Chapó para la sensibilidad del marino hacia la ciudad que lo había recibido. Y Chapó para el poder de la comunicación, que es capaz de crear ilusión, emociones y acercamiento entre dos pueblos tan lejanos. La fragata Libertad estuvo en nuestra casa, como si fuera la suya, llevándose a bordo el regalo de las tortas de Inés Rosales.

lunes, 17 de agosto de 2009

El día de la explosión

Según mi madre, yo nací justamente a los nueve meses según sus cuentas, para ella el 18 de agosto, tal día como hoy. Pero junto a la felicitación, y el regalo que me llegaba tres meses antes, en casa siempre recordaban –sobre todo mi padre- que era el aniversario de la terrible explosión ocurrida en Cádiz en 1947. Entonces, mis padres aún tardarían años en conocerse.

Eran casi las 10 de la noche. En el Cortijo Los Rosales, sala de fiestas veraniega, carteles anunciando dos cantantes punteros: Bonet de San Pedro y Antonio Machín. En el cine Gades, una de las cinco salas que había entonces en Cádiz, se exhibía la película “Luna Nueva”. Después de aquella fecha, los cines gaditanos cerraron una semana, y cuando reabrieron sus puertas, la recaudación de la taquilla fue a parar a los muchos damnificados de aquella catástrofe.

Primero fue la oscuridad, e inmediatamente se oyó una fortísima detonación, seguida de una columna de fuego, visible junto a los astilleros, detrás del barrio de Bahía Blanca. En el Cádiz intramuros, los cristales cubrían pulverizados las calles cual capa de nieve. Allí las murallas pararon la terrible onda expansiva. Pero Puerta Tierra, sobre todo el barrio de San Severiano, quedó arrasado: ciento cincuenta muertos y cinco mil heridos, varios edificios públicos destruidos, cientos de casas reducidas a escombros, entre ellas las instalaciones de los astilleros de Echevarrieta. Fue una noche trágica para Cádiz: sin luz, agua, teléfono, radio, y por supuesto sin sangre para los heridos.

Tras la primera explosión y el consiguiente incendio, se corrió la voz de la inminencia de una segunda deflagración. El capitán de Corbeta Pascual Pery Junquera, de descanso, no dudó en uniformarse y acudir a la zona del incendio, comprobando el origen del mismo, el almacén número 1 de las minas de defensa submarinas. Sofocando las llamas con escombros, impidió –junto con un grupo de ocho valientes marineros- una catástrofe peor caso de explotar las minas existentes en el almacén número 2. Las minas almacenadas procedían de Rusia, Italia, Alemania y España, algunas de la guerra civil. Estaban en situación de exudado, es decir eran peligrosas.

Han pasado 62 años de aquella noche triste; en la casa de mis abuelos, donde yo nací, junto a la catedral, me cuentan que se desprendió una viga soporte del pasillo que daba al patio, provocando la caída del techo. También recuerdo haber conocido a un compañero de trabajo –José María, delineante- que decía haber permanecido tres días bajo los escombros de la Casa Cuna, y en la que murieron 37 niños de los 199 que estaban acogidos. Y los padres de mi marido, desde Huelva, vieron perfectamente el resplandor.
En 1947 las familias gaditanas dedicaban el 54% de sus ingresos a la alimentación. Dado el nivel de pobreza existente, funcionaban comedores de auxilio social, controlados por la Falange. La explosión dejó a varias decenas de familias sin vivienda. Las empresas que daban trabajo a la ciudad eran Construcciones Aeronáuticas, la factoría de Matagorda, la Fábrica de Tabacos, y los astilleros de Echevarrieta, que tras su destrucción por la catástrofe, dejó en el paro a unas 2.000 personas.

Nunca se dio una explicación oficial de las causas de aquel desgraciado accidente, cuyo peligro había sido advertido por alguna autoridad militar sensata. Dos libros: Cádiz, 1947. La explosión, de José Antonio Hidalgo Viaña, editada en 1997 por Federico Joly y Cía; y La noche trágica de Cádiz, 2009, José Antonio Aparicio Florido, Servicio de Publicaciones de la Diputación. Ambos ofrecen una investigación seria y rigurosa de lo que rodeó aquella tragedia que ahora tristemente conmemoramos, a través de documentos y de entrevistas a algunos supervivientes. Recomiendo ambas obras por su interés, tras haber permanecido en secreto las declaraciones de altos mandos militares.

martes, 30 de junio de 2009

Hoy hace 75 años (29 de junio)

Encontré esta noticia en las efemérides del Diario de Cádiz. Tal día como el 29 de junio de 1934, se produjo en esta ciudad una “tremenda explosión del almacén de cereales de González de Peredo”. “Todos creyeron que se trataba de una bomba” decía la noticia. Esta pequeña columna conmemorativa de sucesos pasados y publicados, me traía recuerdos y entonces pregunté a una superviviente: mi tía.

Las naves almacenes de cereales González de Peredo estaban situadas en la gaditana calle Argantonio, pero la entrada de carruajes daba a la de Corneta Soto Guerrero (entonces llamada de la Manzana); y en medio de esa vía pública quedó abatida la enorme puerta, arrancada de cuajo a causa de la explosión, permitiendo rescatar a los obreros que estaban trabajando en el interior del almacén a las 10,30 de aquella mañana del 29 de junio.

Por razones desconocidas, el material dedicado a la conservación de los garbanzos allí almacenados se inflamó y produjo un gran estallido seguido de un terrible incendio. El obrero que dice la noticia salió envuelto en llamas era mi tío abuelo, Félix Barrios González, nacido en Cerrazo, término de Torrelavega, Santander, y domiciliado en la Plaza de las Viudas; éste, a consecuencia de las heridas recibidas, padeció graves úlceras en las extremidades inferiores con peligro de gangrena, sufriendo la amputación de ambas piernas. No volvió a trabajar nunca más. Mi tía recuerda aún las curas extremadamente dolorosas a la que tenía que someterse.

Los otros dos obreros, se llamaban Fernando Candanero (que murió al poco tiempo) y el tercero en salir como pudo fue mi abuelo, Francisco Barrios González, hermano del primero, domiciliado en la calle Juan Fernández Camacho. A consecuencia del humo tóxico inhalado, éste quedó con los pulmones muy dañados. Era entonces uno de los hombres de confianza de la dirección. Murió, un día de la Virgen del Carmen (16 de julio), suponemos que dos o tres años después, a causa de la complicación de una neumonía.

Me cuentan que mi abuelo, tras el accidente, siguió trabajando, aunque ya su extraordinaria salud y vigor mermaron considerablemente, pues pasaba temporadas de asfixia e incapacidad. Pero tenía claro que amaba su trabajo por encima de todo. Mi abuelo Francisco –Quico como le llamaban en casa, o -Don Francisco según el vecindario- fue un enamorado de su trabajo, y un empleado fiel hasta las últimas consecuencias. Mi padre, su hijo, también recibió este don como herencia. Hoy ninguno está con nosotros, pero mis hermanos y yo siempre tuvimos claro que de ellos tenemos las ganas de pelearnos en el tajo cada mañana. Hoy quiero completar esta noticia casi olvidada con estos comentarios familiares para que así perviva en la red.

domingo, 21 de junio de 2009

La Hija del Sol

Posiblemente no le enseñaron esta cocina, cuando aquel 14 de febrero del año 1779, la recibieron en la puerta principal del convento para quedarse allí. Al fin y al cabo los fogones estaban lejos del claustro y de las celdas, y además, a ella le permitían llevar de cocinera a su fiel criada. La Hija del Sol venía con algunos de ricos objetos personales -muebles y cuadros- y una selección de sus libros, y sobre todo el permiso de su marido –ratificado ante notario- para convertirse en monja concepcionista calzada del Convento de Santa María en Cádiz.
El marqués del Mérito describía en un soneto la llegada de esta bellísima dama al convento:… “Ya en sacro velo esconde la hermosura/en sayal tosco garbo y gentileza/la Hija del Sol, a quien por su belleza/así llamó del mundo la locura”.

María Gertrudis Hore Ley, llamada la Hija del Sol por su excepcional belleza y erudición, nació en la cosmopolita y libertina Cádiz de 1742, cuenta el escritor Francisco Arias Solís. Hija de un rico comerciante irlandés afincado en esa ciudad, poseía una esmerada educación y una amplia cultura, además de pertenecer a los distinguidos círculos sociales y literarios de entonces. En 1762 contrajo matrimonio con Esteban Fleming, de El Puerto de Santa María, con quien tuvo un hijo que al parecer murió pequeño.
Según Cecilia Böhl de Faber que escribió sobre ella, ausente su marido en La Habana La Hija del Sol tuvo amores con un brigadier. Parece que una noche éste fue apuñalado en el jardín de la casa de María Gertrudis, pero tras deshacerse del cadáver, al día siguiente ella lo ve desfilar al frente de los marinos, y cree volverse loca. Tras el impacto, escribe a su marido para confesarle la culpa y le suplica le permita retirarse a un convento, concediéndole la licencia el 1 junio de 1778.

Antes de ser monja, María Gertrudis fue visitante asidua de las tertulias literarias de Madrid y Cádiz, como también de la tertulia gaditana del científico Jorge Juan. Sus poemas fueron publicados en el Correo de Madrid y el Semanario de Cartagena. Desde la clausura, la Hija del Sol también siguió cultivando la poesía, apareciendo varias composiciones en el Diario de Madrid, firmadas con las iniciales de su apodo: H.D.S. María Gertrudis Hore Ley. En plena epidemia de fiebre amarilla, falleció de madrugada en el convento de Santa María el 9 de agosto de 1801, donde durante muchos años desempeñó el cargo de secretaria.
Considerada entre las cuatro mejores escritoras españolas del siglo XVIII, y una de las primeras poetisas románticas, fue contemporánea aunque algo mayor que Cadalso y
Meléndez Valdés. En sus poemas, María Gertrudis cultivó el soneto, la décima, la anacreóntica, las endechas y el romance, dedicándose fundamentalmente a la poesía religiosa, y también a la traducción de textos en latín.

Me hice con el libro “Una poetisa en busca de la libertad”, de Fredérique Morand (Servicio de Publicaciones de la Diputación de Cádiz), volumen dedicado a la vida y obra de esta culta mujer gaditana que vivió a caballo entre el mundo del opulento Cádiz del XVIII y la clausura conventual, bastante abierta al primero como se ha demostrado. De él he seleccionado este fragmento de un poema suyo dedicado a las labores de la cocina, aludiendo a la vida cotidiana del convento. La Hija del Sol me ha conquistado con su historia y su personalidad.

Tiende ese mantelillo/que de limpio blanquea/ aquí en la tierra, y luego/ de rosquillas llena./Pon también la ensalada, aliñada y compuesta/con la blanca cebolla/y la borraja fresca./El rubí del tomate/y la esmeralda bella,/del pimentillo dulce/ hojitas de pimienta/. Del ámbar del pepino/que nada escasa venga,/y el orégano ostente/fragante competencia….

martes, 7 de abril de 2009

Ha muerto Mari Trini

Yo era una niña de uniforme cuando escuché en Radio Juventud de Cádiz su presentación como cantante. “Unos ojos que miran cuando cantan y cantan cuando miran”. Durante años seguí sus canciones, sus poesías y sus mensajes.

Para mí la cantante Mari Trini fue sobre todo una personalidad distinta; las vocalistas de la España de entonces eran modositas, con peinados llenos de laca y andares pacatos. Ella puso un punto de desgarro, un punto trágico afrancesado que creo que nunca me gustó. Pero eran canciones en las que una mujer empezaba a quejarse abiertamente, a describir sentimientos tristes de desamor, y a autogestionar la reclamación de sí misma. Los setenta no eran tiempos de mujeres que se dedicaran a cantar como hombres, sin perder nunca la elegancia.

Ha muerto Mari Trini: hoy se nos "ha caído una estrella en el jardín…."

Descanse en paz.

viernes, 20 de marzo de 2009

Me llamo Carmen Toscano Cavana y nací en 1767

Mis padres fueron Juan y Lavinia, y en 1812 cumplí 45 años. Fui la mujer de Thomas Fedriani Petri, llegado a Cádiz procedente de Trieste, según sus documentos, aunque yo lo tuve siempre por genovés. Primero llegó su hermano mayor, Juan Santos, que marchó a Pérú con su mujer gaditana Florentina Jordán y su hijo. Al poco llegaron a esta ciudad mis suegros, (Jorge Fedriani Testa y Margarita Petri Rossi) con el resto de sus hijos, mi Thomás, Carlos y Cecilia, (estos dos fallecieron muy jóvenes). Vivían en la calle Murguía, hoy Cánovas del Castillo.

Conocí a Thomas, y a mis diecinueve años me quedé embarazada, naciéndome en 1786 una niña llamada María Dolores, inscrita como ilegítima según la ley de entonces. No obstante, pasó a ser legítima con nuestra posterior boda.

Aunque Thomas y yo podíamos vernos en total libertad y él contribuía muy generosamente a la manutención de nuestra hija (con cuatro pesos mensuales), lo cierto es que me había dado palabra de matrimonio pero éste no llegaba. Por ello decidí denunciarlo por incumplimiento de promesa, una de las pocas leyes que en aquellos tiempos amparaba a las mujeres, y “ser yo mujer honesta, recatada y de buena crianza”. Gracias a mi demanda, Thomas y yo nos casamos en la parroquia gaditana de Santa Cruz un frío 15 de enero de 1788. Él sí era mayor edad, pues tenía 25 años recién cumplidos.

Y así luego nacieron mis hijos Jorge, (1788) -hoy perteneciente al Batallón de Voluntarios Distinguidos de Cádiz-, las niñas María Ana y Manuela (1791 y 1794) que se me murieron pequeñitas por epidemias, Manuel, (1796) José María, (1798) Mariano (1800, que nació en Chiclana, donde nos refugiamos de la fiebre amarilla), Tomás, (1801), Maria (1804), Francisco de Paula (1805), Pascual (1807) y Maria del Carmen (1811). En total, doce hijos tuve y todos nacieron vivos.

Mi marido, como tantos extranjeros instalados en Cádiz, fue un próspero comerciante, cuyo negocio siempre nos permitió vivir holgadamente. Teníamos varias sirvientas, en nuestra casa de la calle Escuelas 152, hoy llamada Obispo Urquinaona, que antes fue de mis padres. El nombre de la calle viene por la proximidad de las escuelas de los padres jesuitas, a la que fueron mis hijos, y la alta numeración viene impuesta por la ordenación del caserío de entonces. Cádiz contaba en 1810 con más de 70.000 habitantes, censados en un total de 4.135 fincas.
Aparte de la dedicación a mis hijos, quiero resaltar el tiempo tan extraordinario que me tocó vivir en Cádiz. Por un lado, la prosperidad económica por el comercio floreciente, y más concretamente tras la paz de Versalles. Y por otro, la promulgación de la constitución de 1812, acontecimiento vivido intensamente por los ciudadanos. Dicen que en la calle Nueva, por su proximidad al puerto, se escuchaba hablar todas las lenguas del mundo.

Y como frivolidad, referir que en esos años en Cádiz se vestía muy bien, pues llegaban a la ciudad procedente de Holanda la mejor lencería; de Inglaterra lanas manufacturadas, bayetas, paños y casimires; y de Francia telas, encajes, sedas, terciopelo y artículos de mercería. Yo usaba medias de seda y encajes que me gustaba insinuar subiendo un poco mi falda, ignorando la moda francesa. Luego, el desastre de Trafalgar fue el comienzo de nuestro declive económico.

Aquellos años trajeron también la libertad de mercado en la alimentación, que dejó de ser algo impuesto por la autoridad; por ello, hubo un antes y un después en el modo de cocinar y alimentarse. Al fín y al cabo, aquí no había pobres, los sirvientes vestían como los señores y Cádiz era una ciudad moderna, abierta, progresista y de lo más exquisito.

Mi marido murió en 1840, a los 75 años, siendo enterrado en la parroquia del Rosario. Y yo tres años más tarde, un 15 de agosto, día de la Virgen, a los 76, viendo ya a mis hijos dedicados al comercio como su padre, con algún nieto convertido en banquero, dos en grandes pintores, tres en actores de teatro, y otro en jesuita, futuro confesor del maestro Falla.

El gaditano Manuel Fedriani del Moral -tataranieto de mi hijo Francisco de Paula- está dedicando tiempo y esfuerzo a investigar sobre la familia Fedriani, desde que ésta arribó a la península, y que hoy es aún muy numerosa debido a su abundancia de hijos varones. Gracias a él he podido hablar de mi vida casi doscientos años después. Y gracias a la gaditana Charo, (también tataranieta de mi hijo Francisco) que se ha puesto uno de mis numerosos vestidos, he vuelto a pisar las alegres calles de Cádiz, celebrar estas fechas constitucionales y ver desfilar con orgullo a mi apuesto hijo Jorge Fedriani Toscano con su uniforme de Voluntario Distinguido.

(Todos los datos históricos son propiedad intelectual del libro escrito por mi primo Manuel Fedriani del Moral, que gustosamente me ha autorizado a publicarlos para esta ocasión).